lunes, 17 de noviembre de 2014

VEN HOSTIA DIVINA, VEN HOSTIA DE AMOR, VEN HAZ DE MI PECHO, PERPETUA MANSIÓN.

La Religión Católica tiene por base de sus creencias el misterio adorable de la Redención. Esta última es en sí misma, de infinito precio, mas, con frecuencia a los hombres, varían las aplicaciones de la redención, según las disposiciones de los sujetos. Lo que decimos de los individuos podemos decir de la humanidad en  general.
                Una de las cosa que más se admira en el Catolicismo, es, en efecto, su capacidad sorprendente para acomodarse a todos los tiempos y lugares, y procurar en todos ellos la santificación de las almas[1]. Y bien, en la época actual ha caído en gran manera el espíritu de mortificación y penitencia que distinguió los primeros siglos de la Iglesia. El ánimo guerrero y sufridor de aquellas edades ha sido suplantado por el mercantilismo y amor al lujo y los deleites; en una palabra, las costumbres se han dulcificado maravillosamente, al influjo de la cruz. En estas circunstancias, las almas tímidas desfallecen, pensando que es un imposible la resurrección del espíritu cristiano en la corrompida Europa. Pues bien, el Catolicismo pudiéramos decir que ha cambiado de táctica, y, en una nueva evolución, se presenta a combatir al mundo incrédulo y muelle de nuestros días, no con las armas de la penitencia que le aterrarían, sino con las del amor. Sí, repitámoslo, es el amor, el amor, el arma con que la Iglesia va a combatir al mundo.
                La devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús es la devoción eminentemente poética; esta devoción de encendido y purísimo amor, es la última evolución del Catolicismo en nuestros días, es la postrera aplicación de la Redención a los hombres. El amor a Dios no ha sido nunca cosa desconocida a los Santos, pero si al vulgo. Santa Teresa nos cuenta un hecho que comprueba admirablemente lo que venimos diciendo: “por cierto, nos refiere, que me acuerdo oír a un religioso un sermón harto admirable, y fue lo más de tratar de estos regalos que la Esposa tiene con Dios, y hubo tanta risa en el auditorio, y fue tan mal tomado lo que dijo (porque hablaba de amor, y fundó el sermón del mandato que predicaba en unas palabras de los cantares) que yo estaba espantada”[2]. Mientras que ahora se han escrito un sinnúmero de obras sobre el asunto, y todas son devoradas en el acto por la multitud devota. Uno de los que más bellamente han escrito en la materia es el P. Faber, en su bellísima obra titulada: Todo por Jesús; la devoción para él se formula en esta palabra: Amor. “Todo por amor dice, y el amor todo por nosotros. Todo por Jesús, y Jesús por todos; he aquí los dos lados de la Religión, todo va envuelto en esas dos frases: la teología toda entera, “la tierra, el purgatorio, el cielo”[3].
Y en efecto, N. S. Jesucristo, en las revelaciones hechas a la Beata Margarita Alacoque, y aún mucho antes de esto, en las revelaciones hechas a Santa Gertrudis, ha prometido repetidas veces que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, era un regalo, y magnífico, sobremanera, que el cielo se proponía hacer al mundo en los últimos tiempos, a fin de reanimar la caridad por entonces completamente resfriada. Y cierto, en nuestros días, más que en otros, hemos visto dilatarse, como la llama en un bosque marchito, esta férvida devoción al Sagrado Corazón, este amor impetuoso a Dios que hace explosiones de volcán en cada una de esas mil y mil obras  de acendrada piedad  que ora se llaman peregrinaciones, ora círculos católicos, ora asociaciones de caridad, etc., etc. Nunca el mundo católico se ha presentado más hermoso y gallardo, ante los ojos atónitos  del orbe; nunca la Sede de Pedro se ha visto rodeada, asaltada, pudiéramos decir, de tanto amor por parte de sus hijos; jamás se han admirado más numerosas, más ilustres ni más espontaneas conversiones a la fe,  como hoy. Estamos asistiendo a las más esplendidas reuniones de la caridad  en el mundo. E Sagrado Corazón ha cumplido su palabra.
La devoción que acabamos de mencionar, si bien se mira es la forma de est
as otras dos bellísimas y encantadoras: La devoción a la Eucaristía, y la devoción a la Pasión santísima de Nuestro Señor; ¡oh, el mundo con todos sus esfuerzos, ni los poetas con todas sus inspiraciones jamás hubieran podido adivinar devoción más hermosa, más sublime ni hechicera que la que nos ocupa: Jamás el hombre hubiera podido ofrecernos devoción igual a la del Sagrado Corazón!
Los santos de estos últimos tiempos que Nuestro Señor ha presentado al mundo como modelos, nos ofrecen también como virtud característica y definitiva suya la caridad. Pero admira, sobre todo, ese finísimo tacto de la Santa Iglesia en haber propuesto  últimamente por doctores suyos, a San Alfonso María de Ligorio y a San Francisco de Sales. El primero hecho por tierra la moral satánica del Jansenismo, e hizo expedita la senda que guía a los cielos; el segundo combatió en su obra al Calvinismo, progenitor de los jansenistas, y según la expresión de un célebre crítico, hizo popular la devoción en el mundo.
Ahora que el vicio que domina a los hombres es el frío y calculado egoísmo; ahora se presenta la Cruz a reconquistar al mundo por medio del amor. “Cuando más abundó el pecado tanto más sobreabundo la gracia”[4], dice San Pablo; Dios ha adecuado siempre el remedio a los males; y ved aquí cuanto más prosaico está el mundo, la devoción se nos presenta más poética que nunca; cuanto más incrédulos y egoístas se muestran los hombres, Dios nos abre los arcanos de la fe, nos regala los más exquisitos  tesoros de su amor. ¡Oh Amor, Amor! ¡Tú vencerás y convertirás al siglo XIX!
                                                                              Cuenca 19 de Marzo de 1878.


Cualquier parecido con la realidad ... es pura coincidencia.. es falta de mirar el pasado y aprender de él.


[1] La santificación es una operación divina, atribuida a la adorable persona del Espíritu Santo, y consiste en la aplicación de la Redención a un sujeto determinado.
[2] “Conceptos del amor de Dios” C. I. Tomo I pág. 347.
[3] “Todo por Jesús”: Tomo II pág. 153.
[4] Rom: C. V. 20.