Ponencia del arzobispo de La Plata
Héctor Aguer, en el 50 Curso de Rectores del Consejo Superior de Educación
Católica
Por Héctor Rubén Aguer
BUENOS AIRES, 14 de febrero de 2013 (Zenit.org) - El arzobispo de La Plata, Argentina, y presidente de la Comisión de
Educación Católica, monseñor Héctor Aguer, tuvo una ponencia este jueves 14 de
febrero, en el 50 Curso de Rectores del Consejo Superior de Educación Católica,
que se desarrolla en Buenos Aires hasta este sábado 16, en el Centro de
Exposiciones de la Ciudad de Buenos Aires. La intervención del obispo platense
encierra elementos de reflexión que consideramos útil para los lectores por lo
que ofrecemos el texto completo.
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En esta edición jubilar del Curso de Rectores del CONSUDEC se ha elegido
muy oportunamente como tema el desarrollo curricular de la escuela católica. El
título encierra una definición: puede haber, debe haber, un desarrollo
curricular propio de la escuela católica, en el cual se concrete nuestro
proyecto educativo y no sólo idealmente, sino también de hecho, la misión
educativa de la Iglesia en cada una de sus instituciones. El encuadre
institucional, el dónde del proceso educativo, que se ajusta a los contextos
culturales y sociales más diversos, tiene una matriz común: es la Iglesia la
que educa en sus múltiples comunidades, supuesto que cada una de ellas mantiene
su identidad católica y actualiza incesantemente el propósito de participar en
la obra eclesial de transmisión de la fe y de formación de personas cristianas.
Así como el proyecto educativo institucional se inspira en el proyecto educativo
común de la escuela católica y lo especifica localmente, también el diseño
curricular institucional y sus desarrollos correspondientes deben referirse a
un currículo propio de la educación católica, que podríamos designar como su
propia ratio studiorum. En el único sistema de educación pública vigente
en la Argentina, del cual el subsistema educativo eclesial es una vertiente
caudalosa, el último nivel de concreción del diseño curricular que es el
proyecto curricular institucional, no responde sin más al diseño establecido
por el Estado tanto en el orden nacional como en el provincial y que debe ser
obviamente respetado según corresponda, sino a través de esa mediación
jurisdiccional que es la Iglesia, la escuela católica; por tanto, debe
responder a la verdad de la fe, a la visión cristiana del hombre y del mundo, a
las líneas maestras, históricamente consagradas, de la pedagogía cristiana.
¿Qué es un currículo?
Una primera acepción, la más común, vulgarizada, lo define limitadamente
como plan de estudios. En una segunda, el diccionario de la Real Academia
Española lo presenta como el conjunto de estudios y prácticas destinadas a que
el alumno desarrolle plenamente sus posibilidades. Este sentido se acerca al
concepto clásico de ratio: no sólo orden, disposición, sino también
modo, camino, método, condición, cualidad, y aun motivo, causa, naturaleza. En
el currículo se refleja una identidad. Las modernas teorías del currículo
conciben al diseño curricular como la explicitación fundamentada de un proyecto
educativo en los aspectos más directamente vinculados a los contenidos y
procesos de enseñanza y aprendizaje. Subrayan, además, el valor fundamental de
la articulación vertical de todos los niveles, desde el inicial hasta el
superior, y la articulación horizontal y los modelos integradores de las
distintas disciplinas y demás recursos en el mismo ciclo, grado o año. Señalan,
entre otros elementos, la importancia de las concepciones filosóficas,
antropológicas, epistemológicas y sociológicas que son fuentes del proyecto
educativo y proponen superar una definición restrictiva de los contenidos.
Éstos no son sólo datos o conceptos provenientes de diferentes campos
disciplinarios, es decir conocimientos científicos, sino también valoraciones,
actitudes, habilidades, métodos y procedimientos. Según las teorías aludidas
importa sobremanera la consideración del perfil del sujeto que se educa; dicho
de otro modo, en la explicitación del proyecto curricular ha de reflejarse la
finalidad del proceso educativo: quién es el educando y qué persona se quiere
formar.
Dos modelos históricos
Esta concepción del currículo no es una novedad en la historia de la
educación y mucho menos para la tradición pedagógica de la Iglesia. Quiero
referirme a un modelo clásico, que ha gozado de vigencia varias veces secular y
que ha sido actualizado sucesivamente, la Ratio atque institutio studiorum
de la Compañía de Jesús, que después de varios ensayos tuvo su edición
definitiva en 1599. El alumno es en este modelo el centro de la acción
educativa y el protagonista del proceso de formación: el aprendizaje activo
implica el desarrollo de las propias capacidades cognitivas del joven, que se
inicia en la exploración de la realidad sin prejuicios, pero con espíritu
crítico, para no dejarse condicionar por falsos valores. El propósito de este
proyecto educativo, en el ámbito intelectual, es dotar al estudiante de un
método general de acceso al conocimiento, más que transmitirle una serie de
nociones. Para estimular los procesos cognitivos y de análisis la orientación
pedagógico-didáctica apunta a unir experiencia y reflexión, introduce en el
arte de descomponer una situación dada en sus elementos fundamentales, en la
individuación de analogías y diferencias entre situaciones diversas y el descubrimiento
de conexiones entre ellas. Siglos antes de la famosa Enciclopedia y sus
ambiciones de totalidad se renuncia expresamente al enciclopedismo, como si se
asumiera la fórmula del casi contemporáneo Michel de Montaigne: mejor una
cabeza bien formada que una cabeza muy llena. Se aspiraba a otra totalidad: no
sólo la formación de la mente sino la educación integral de la persona; el
estudio es concebido como instrumento y condición indispensable para la
libertad del hombre. La Ratio entiende la educación con una finalidad
pastoral, apostólica; de allí el fuerte dinamismo religioso que se imprime al
proceso educativo, en el marco de una visión positiva del hombre y del mundo.
Un elemento de gran valor en este modelo es la preparación del docente, que
debía recorrer un severo itinerario para asegurar su competencia; además de la
base teórica se exigía la participación fuertemente interactiva en un
laboratorio didáctico, en el cual era posible adquirir la capacidad de trabajar
en un grupo interdisciplinar, la habilidad para proyectar las actividades
didácticas con claros objetivos y estrategia metodológica y para fijar los
parámetros de evaluación.
Otro modelo –en general poco conocido– es el de las Pequeñas Escuelas de
Port-Royal, desarrolladas durante la primera mitad del siglo XVII en Francia
por el movimiento jansenista. Desde una visión teológica heterodoxa, contrastante
con la que inspiraba la Ratio de la Compañía, el proyecto educativo de
Port-Royal mostraba curiosas similitudes con aquélla y metodologías
revolucionarias para la época. Su intento era hacer del estudio algo tan
agradable como el juego, que la instrucción se orientara a formar la capacidad
de juicio, reconocida como la principal facultad del hombre, pero sin descuidar
el necesario estímulo de los alumnos a la acción concreta como elemento
fundamental de la formación del corazón. Se introdujo en la lectura el método
fonético ideado por Blaise Pascal y el uso de plumas de metal para facilitar la
escritura. Otra novedad a destacar es la opción por la lengua francesa, con la
cual se iniciaba el aprendizaje y que servía como introducción al posterior
acercamiento al latín. Para hacer más accesible la comprensión de los textos
latinos el maestro solía recitarlos animadamente, ofreciendo así una especie de
traducción viviente; el ejercicio de la escritura y la composición literaria
comenzaba también en francés y sobre temas de libre elección, lo cual permitía
asimilar más fácilmente, por comparación de los dos idiomas, la construcción
latina. Además de Pascal aportaron a la obra educativa de Port-Royal Antoine
Arnauld, autor del Reglamento de los estudios y guía intelectual de las
escuelas, Claude Lancelot y Pierre Nicole, maestro de filosofía y humanidades,
que produjo materiales muy valiosos y destacó la importancia del estímulo de
los sentidos y de la intuición como punto de partida de la enseñanza. Al igual
que en la Ratio de la Compañía, también en el método de las escuelas
jansenistas se apreciaba la controversia o disputa como recurso para suscitar y
mantener el interés sobre lo aprendido en las lecciones y para promover el
comentario crítico y el hábito de la interpretación.
El saber y la formación de la persona
He traído a cuento estos modelos históricos por lo que contienen de
permanente para el educador cristiano, y de válido en una “sociedad del
conocimiento” como la nuestra. Basta destacar un aspecto fundamental de la
orientación pedagógica que debe manifestarse en el diseño y los desarrollos
curriculares: podríamos identificar este valor como una vía media, por
elevación, entre el enciclopedismo que afectó tradicionalmente a la enseñanza
secundaria y la posible fragmentación del saber que caracteriza a la excesiva
especialización. Otro factor de desequilibrio en esta segunda vertiente de la alternativa
es el empobrecimiento de los contenidos sufrido resignadamente por efecto de
una decadencia general de la cultura y la necesidad de adecuarse a las
posibilidades intelectuales de alumnos mal escolarizados desde el inicio, o
bien porque se imponen criterios reduccionistas, por ejemplo una abusiva
“sociologización” de las disciplinas bajo influjos ideológicos y políticos. Una
urgencia insoslayable de la enseñanza es adoptar como opción pedagógica la
integración del saber, una organización del conocimiento que habilite a los
jóvenes para la reflexión sobre los datos que van adquiriendo. Son
especialmente los nativos digitales, como se los llama, inclinados
espontáneamente a la dispersión en el océano de la navegación cibernética y,
peor aún, arrebatados por la futilidad en el uso constante del smartphone
y otras lindezas electrónicas, quienes corren el riesgo de entrar en un proceso
involutivo que conduce a una atrofia intelectual, a la incapacidad de pensar
lógicamente. No lo digo yo por cuenta propia; es ésta la preocupación de
numerosos expertos. El mes pasado, en un congreso realizado en la Universidad
Católica de Milán, se propuso componer un vademécum para interrumpir esa
involución; entre otras medidas se incluía la prohibición de smartphones
y de iPads en el aula, reglamentar la utilización de las nuevas
tecnologías reservándolas para los experimentos y la investigación, revalorizar
la enseñanza del latín y del griego y el papel de la escritura a mano. A
propósito, también el mes pasado, Guido Ceronetti publicaba en Il Corriere
della Sera, al modo de una desprejuiciada provocación, el llamado a
redescubrir la caligrafía, o por lo menos el retorno a la grafía manual, que
sería beneficioso, según el autor, incluso para los alumnos de mala letra y que
no tienen intención ni ganas de mejorarla. He mencionado este detalle como
ejemplo y para curarnos en salud, ya que nosotros, en las cuestiones educativas
como otros ámbitos de la vida, solemos marchar alegremente de ida cuando países
veteranos en la invención cultural están razonablemente de vuelta. El diseño
curricular debe reflejar en la dimensión propiamente intelectual de la
transmisión de conocimientos el propósito de convergencia entre las diversas
disciplinas y la armonía entre las ciencias naturales y las ciencias humanas,
pero también tendrá que incorporar las otras dimensiones de la vida personal y
social de cuyo desarrollo depende el cumplimiento del ideal de una educación
integral. Aludí anteriormente a los valores permanentes encerrados en los
modelos históricos evocados. Como punto de referencia para reconocer su
actualidad podemos recordar las líneas principales del célebre informe de la
UNESCO sobre la educación para el siglo XXI, presentado en 1996; es el llamado
informe Delors, cuyo título en francés expresa La educación: en su interior
se oculta un tesoro. Según este documento los procesos educativos deberán
atender a cuatro órdenes de aprendizaje que constituyen otros tantos mojones
para orientar el camino en un mundo complejo y cargado de inquietudes: aprender
a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. Son
cuatro capítulos de formación que tienden al desarrollo y cultivo de todas las
dimensiones de la persona: la adquisición de los instrumentos del conocimiento
y la comprensión; la competencia para la acción creativa, que permita afrontar
con éxito múltiples situaciones y dificultades; la capacidad para participar en
la vida social con espíritu de cooperación y concordia; el florecimiento de la
propia personalidad y de las cualidades necesarias para obrar con libertad y
responsabilidad. Habría que añadir la dimensión religiosa; ¿por qué tendría que
obviar la UNESCO esta magnitud que corona toda cultura verdaderamente humana?
En el currículo de la escuela católica la doctrina de la fe y la visión
teológica consiguiente del hombre y del mundo inspiran e iluminan la
organización y la integración del saber; el don de la gracia y la experiencia
de oración, litúrgica y personal, son la fuente de la formación del corazón, de
la voluntad, de la libertad. Esta dimensión que sella la identidad, la
autenticidad de la escuela católica, no puede ser recluida en un rincón del
currículo como una clase de religión o de catequesis añadida a la última hora
de la mañana o de la tarde, una vez por semana. Al contrario, ella tiene que
impregnar todo el desarrollo curricular y la vida de la comunidad educativa.
Tenemos un modelo en la estructura misma del Catecismo de la Iglesia Católica,
conjunto que expresa la totalidad de la formación cristiana a partir de la
comunicación de Dios al hombre en la revelación de Jesucristo: una inteligencia
cristiana de la realidad en la que se ofrece el gozo de la verdad, el sentido
de la vida según la ley evangélica, que puede ser asumido como una vocación si
el ritmo de la vida personal, a través de la experiencia litúrgica –sobre todo
de la eucaristía- entra en contacto con el Señor que viene siempre a nuestro
encuentro. Convendría revisar continuamente nuestros proyectos educativos y los
desarrollos curriculares para advertir con sinceridad en qué punto nos
encontramos de realización del ideal, o para constatar que al menos nos
dirigimos hacia él y no hemos marrado el camino.
El sentido de la verdad
En relación a la fuente que es el Catecismo quiero referirme a tres
metas que definen tareas imprescindibles de la escuela católica. La cuestión es
cómo se las procura a través de los lineamientos y desarrollos del currículo.
En primer lugar señalo la necesidad de cultivar en nuestros alumnos el sentido de
la verdad, fin estrechamente ligado al papel vital de la inteligencia, a las
potencialidades de la razón humana. En el magisterio de Benedicto XVI
encontramos numerosas intervenciones sobre este tema, el repetido llamado a
superar el encogimiento de la racionalidad moderna para abrirse con valentía a
la amplitud de la razón. Pareciera que en la cultura actual aquella razón que
ha dado origen a la modernidad y a la Ilustración potenciándose con
pretensiones absolutas, en términos casi divinos, se ha resignado a no alcanzar
la verdad, en una autolimitación que equivale a un suicidio. Más todavía, se
impone lo que el Papa ha llamado la dictadura del relativismo, como si un
consenso mayoritario que resuelva la dialéctica de opiniones divergentes
pudiera ocupar el lugar de la verdad. En el reino del pensamiento débil toda
presunta verdad es provisoria y subjetiva; es “mi verdad”, “tu verdad”. Es éste
un síntoma de decadencia cultural y de intoxicación espiritual: se lo percibe
en el modo de pensar, de expresarse y de actuar de mucha gente, que ha perdido
el sentido de la verdad, el amor y el gusto de la verdad. En nuestros propios
ambientes se ha desprestigiado el conocimiento de la fe, su contenido de
verdad, para privilegiar exclusivamente la vivencia. Benedicto XVI recordaba al
promulgar el Año de la Fe que existe una unidad profunda entre el acto con el
que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. Los
alumnos de nuestras escuelas están condicionados por aquellos aires culturales,
como nosotros mismos podemos ceder imperceptiblemente a su influjo. No es fácil
hacer comprender a los chicos de hoy que la fe no consiste en una fuerte
vibración emotiva, que no puede sino ser momentánea, que no se reduce al
entusiasmo que pueden experimentar en una jornada, un encuentro, un retiro, que
no es solamente sentir que Cristo está cerca de ellos. La fe es adhesión
personal a Dios en Cristo, que es la Verdad, el pensamiento y la palabra del
Padre, y su mensaje se articula en el cuerpo armonioso y bello de verdades que
constituyen nuestro credo, el conocimiento de la fe. ¿En qué medida se intenta
transmitir el sentido de la verdad, y ayudar a que los jóvenes la perciban y
amen, en los ciclos de enseñanza religiosa escolar y en los encuentros de
catequesis, desde el nivel inicial hasta el último curso del secundario? El
conocimiento de la fe expuesto en el espacio específico de una pequeña teología
escolar se proyecta en el enfoque de las diversas materias, en la formación
cultural integral a la que aspira todo serio proyecto de educación católica;
así es posible mostrar cómo se armonizan la razón ya la fe en la síntesis
sapiencial del cristianismo, que no desdeña –al contrario, acoge y promueve- cuánto
hay de verdadero en los saberes humanos. En la inteligencia de la fe y en el
sentido de la verdad se apoya el trato íntimo con Dios, el afecto de la caridad
y el testimonio de la vida cristiana. Los valores cristianos La escuela
transmite valoraciones y actitudes además de conocimientos científicos, procedimientos
y métodos; en los últimos años se ha insistido especialmente en la cuestión de
los valores. Sabemos que el proyecto educativo de la escuela católica incluye
como algo fundamental la formación de los alumnos en los valores evangélicos y
la plena identificación con ellos, ya que su finalidad es ayudarlos a plasmar
una personalidad cristiana. Esta tarea es en la actualidad particularmente
ardua ya que nuestro medio cultural –por lo menos en vastos sectores de la
población- ha sido ganado por una especie de neo paganismo. No caben ante esta
realidad ni el asombro ni el escándalo; corresponde, en cambio, un
discernimiento perspicaz y sereno, lo más objetivo posible. Los valores que hoy
día tienden a imponerse no son los valores cristianos; más aún, éstos son
muchas veces ridiculizados, hechos objeto de burla o de ironía. Aparecemos en
una situación incómoda cuando tenemos que sostener públicamente valores básicos
del ámbito de la moral personal o de la ética social. La voz de la Iglesia es
con frecuencia ignorada o menospreciada por los magos de la economía y los
dueños de la política cuando reitera sus llamados a la justicia, a la
solidaridad; o cuando advierte sobre las consecuencias de determinados modelos
de organización social. La mayoría de la corporación mediática reacciona con
sorna y nos contradice cuando salimos al cruce de proyectos de ley que atentan
contra el orden natural o cuando exponemos la verdadera concepción de la
familia, del amor y de la sexualidad. En ese contexto debemos ayudar a nuestros
educandos a reconocer y asimilar sin complejos la identidad cristiana y el
estilo de vida que le es propio; nuestra misión es suscitar en ellos entusiasmo
y amor por los valores cristianos, presentándolos en toda su integridad y
belleza como camino hacia la verdadera felicidad. Los jóvenes se identifican
espontáneamente con algunos de esos valores: la justicia, el respeto a la
libertad, la autenticidad; tienden, sin embargo, a concebirlos de manera
individualista. Les cuesta, en general, apreciar y hacer suyos otros que no
están de moda y que sufren una erosión continua por parte de la propaganda, por
ejemplo la castidad, el amor entendido como donación, como generosa entrega de
la voluntad, la austeridad de vida, la solidaridad efectiva, sostenida con el
propio sacrificio. Todos podemos constatar cómo los alumnos de nuestros
colegios se pliegan fácilmente a la mentalidad ambiente y acaban aceptando como
lícitos los antivalores promocionados en ella. Son sensibles a un insidioso
planteo que presenta la fidelidad a la ley evangélica como un obstáculo a la
felicidad, como algo triste, propio de épocas pasadas, como una limitación
indebida de la libertad y de las posibilidades humanas de realización. Es
preciso reflexionar con los chicos para que puedan desmontar esa falacia con
argumentos sólidos. Está en juego en todo esto la imagen auténtica del hombre.
Me permito rubricar lo dicho en este tramo de mi exposición refiriendo un caso
reciente, del cual me enteré por una nota periodística. Parece que en este enero
pasado muchos jóvenes argentinos eligieron para su veraneo una playa de Brasil;
eran tantos que coparon la plaza. Entre ellos había un número abultado de ex
alumnos de varios colegios católicos de renombre. El comentario describía los
desarreglos a los que los muchachos y las chicas se entregaban; una de ellas,
también ex alumna nuestra, lo definió con una palabra malsonante pero muy
gráfica que no me atrevo a repetir. Reconozco que no sería justo generalizar
este ejemplo. Pero me parece que se trata de un caso paradigmático, que debe
hacernos reflexionar; como se dice vulgarmente “poner las barbas en remojo”: o
las cosas se han tornado demasiado difíciles o algo no estamos haciendo bien.
Este es, en mi opinión, el planteo: ¿formamos cristianos de veras o nos
resignamos a criar carne de boliche?
El sentido religioso
La cuestión de los valores, y de los valores cristianos, no debe
plantearse en la escuela con inspiración y criterios moralistas, actitud que no
responde a lo mejor de la tradición católica. El modelo de una educación en
valores –como se dice habitualmente– no puede ser un humanismo pelagiano,
reciclado según el gusto y los acentos actuales, en el que no cuenta la
necesidad de la gracia y su acción eficaz en los corazones para vivir
dignamente según el designio de Dios. La meta de nuestra educación no es formar
simplemente personas honradas; vamos a formar buenas personas si logramos
formar buenos cristianos, que hagan la experiencia del encuentro con Cristo y
se deciden a seguirlo. Apunto a un aspecto fundamental del proyecto educativo
católico: el cultivo en niños y jóvenes del sentido de Dios y de su misterio.
Me detengo brevemente en este propósito que merece gozar de la máxima
transversalidad en todo el currículo. La educación del sentido religioso
encuentra en la actualidad dos obstáculos principales opuestos entre sí, que
operan desde hace varias décadas en la cultura de nuestra sociedad marcada por
la urbanización y la globalización. Por un lado, el secularismo impregna la
mentalidad de multitudes provocando en ellas el eclipse del sentido de Dios; la
actitud secularista se caracteriza por la indiferencia ante la realidad de
Dios, por la incapacidad de percibir los signos de la presencia divina en el
mundo y en los acontecimientos de nuestra vida. En el fenómeno sociológico y
cultural del secularismo confluyen diversas causas, pero su fuente ideológica
de inspiración está en un antropocentrismo radical que se ha desarrollado en el
curso de la modernidad y que perdura bajo nuevas formas, pero que implica
siempre la ambición del hombre de realizarse a espaldas de Cristo, al margen de
Dios. Por otro lado, se difunde en muchos ambientes el vago espiritualismo del
movimiento New Age, una moda cultural en la que revive la vieja
tentación panteísta: Dios sería el todo divino en el cual estamos incluidos
nosotros como una chispa de esa totalidad; o bien sería lo profundo de nuestra
conciencia, el yo que tenemos aún que descubrir, sea con el yoga y la
meditación trascendental, con la dieta naturista, con el control mental o
mediante la ayuda de un gurú que nos enseñe a respirar. Muchos chicos traen a
nuestras escuelas un condicionamiento más o menos subliminal debido al influjo
de esas dos corrientes y que constituye una dificultad, un impedimento para el
desarrollo de un sentido religioso auténticamente católico. ¿Sacramentos en el
currículo? El desarrollo de una sensibilidad espiritual respecto al misterio de
Dios, del Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, acerca de su presencia en
la Iglesia y en nosotros por el don de la gracia que nos recrea en la novedad
de Cristo, no se produce como fruto exclusivo de la enseñanza religiosa escolar
ni de los encuentros catequísticos, por más vital que la catequesis sea.
Importa, sin duda, la exposición doctrinal del misterio trinitario y de la
historia de la salvación que culmina en Cristo. Pero es imprescindible la
experiencia litúrgica, y concretamente el encuentro con Cristo vivo en la
Eucaristía. La fuente de la gracia, del sentido de lo sagrado y de la cercanía
de Dios es la liturgia sacramental como celebración del misterio de Cristo; en
ella es asumida toda la realidad simbólica de lo humano y se la pone en
contacto con la vida de Dios según el misterio teándrico del Verbo hecho
hombre. Merced a la pedagogía litúrgica se aprende, en un proceso lento y
progresivo de educación, el sentido de lo sagrado y de la gratuidad del don
divino, de la vida natural y sobrenatural. ¿Cómo puede entrar esta dimensión de
la existencia cristiana en el currículo escolar? Habría que detenerse con mucho
más tiempo en este punto crucial. Existe un problema de fondo que trasciende
absolutamente los límites de la escuela. Me refiero al defecto ancestral del
catolicismo argentino: la inmensa mayoría de los fieles bautizados no va habitualmente
a misa; la misa dominical no es para ellos el centro de la vida cristiana. Esa
carencia de experiencia litúrgica, de cultura eucarística, determina ciertas
maneras de concebir la Iglesia y de relacionarse con ella, la búsqueda de otras
expresiones del sentimiento religioso y la piedad, e influye sobre el enfoque
con que se encara la vida cotidiana. Si esta percepción es correcta, habrá que
admitir asimismo que la inmensa mayoría de los alumnos de nuestras escuelas no
va a misa los domingos. ¿Basta que asistan quizá una vez por mes cuando se
celebra en el colegio? Se puede pensar que peor que eso es nada, pero ¿cómo se
forma en ellos el sentido de la religión, del culto debido a Dios y de la
pertenencia a la comunidad de la Iglesia, en la cual y con la cual creen?
Apunto otra cuestión básica: en algún momento del ciclo primario los niños
suelen hacer su primera comunión, y en otro reciben el sacramento de la
confirmación –si no se lo posterga abusivamente hasta bien entrada la
adolescencia. Respecto de lo primero: se supone que durante el año en que harán
su primera comunión son preparados cuidadosamente por una catequista
rigurosamente tal y no por la propia maestra si ella no tiene la formación y la
competencia necesaria, aunque sea una excelente persona y se preste a la tarea
con buena voluntad. Pero, durante ese año al menos, ¿van los chicos a misa los
domingos? ¿Se les presenta la primera comunión como la primera vez en que
participarán plenamente del santo sacrificio, del culto de la Iglesia en el que
se actualiza la Pascua del Señor? ¿O por ventura la comprensión del
acontecimiento se limita a la verdad parcial que expresa el discurso clásico
“Jesús viene a mi alma”, sin referencia necesaria al sacrificio de la misa, a
la comunidad litúrgica, a la Iglesia que se reúne en un lugar, en la propia
parroquia –porque aunque no lo sepan todos tienen una? La recepción de los
sacramentos que completan la iniciación bautismal debe ser siempre referida a
la unidad de la iniciación cristiana, que culmina en la eucaristía, sacramento
asiduo de la Pascua dominical. La meta a señalar a los niños durante la
preparación es la práctica sacramental, una vida eucarística. No habría que
olvidar la necesaria pedagogía de la reconciliación, el sacramento del perdón,
en el que se renueva la gracia lustral del bautismo, ámbito en el cual también
es educada con el correr del tiempo la conciencia del cristiano. Ya puede
verse, con estos planteos, hasta dónde se extiende para nosotros la amplitud
del currículo. Los problemas pedagógicos y pastorales apenas esbozados tendrán
que ser afrontados con discreción, creatividad y paciencia.
Algunas áreas
La filosofía
Como último capítulo de esta intervención me propongo ahora ofrecer unas
pocas observaciones sobre dos áreas del currículo que son particularmente
significativas en orden a la formación integral de los jóvenes y a la identidad
de la escuela católica. En primer término me detengo en la enseñanza de la
filosofía, ubicada en el ciclo superior de la escuela secundaria, en el sexto
año. En realidad, esta tardía aparición de los planteos filosóficos podría
anticiparse, siquiera implícitamente o de un modo propedéutico, desde la
prolongación de los interrogantes y de las respuestas que respectivamente se
suscitan y se alcanzan en el estudio de varias disciplinas; pienso tanto en las
ciencias de la naturaleza cuanto en las ciencias humanas, como también en la
reflexión sobre los contenidos de la revelación en los cursos de enseñanza
religiosa escolar, ámbito éste en el cual puede iniciarse tempranamente y en
bosquejo un diálogo entre la razón y la fe. En la concreción del diseño
curricular de esta materia desempeña una función decisiva la noción misma de
filosofía. El establecido oficialmente por la Provincia de Buenos Aires –para hablar
del que conozco de primera mano– propone una distinción valiosa entre la
filosofía y la historia de la disciplina que incluye las respuestas de los
filósofos por un lado, y por otro la invitación y la iniciación al filosofar,
actividad profundamente humana en la que el docente tiene que involucrar a los
alumnos. Lamentablemente, el mencionado diseño adopta una noción estrecha,
reductiva, de la filosofía, de la que destaca unilateralmente la función
crítica del pensamiento filosófico y desconoce el impulso que lo anima hacia la
comprensión de la totalidad de lo real que se nos aparece y que nos incita a
encontrar su última razón y significado. Transcribo algunas de aquellas
fórmulas que expresan en el diseño oficial la noción de filosofía en su
acepción verbal: el filosofar. Se dice, por ejemplo, que es un ejercicio
crítico de pensamiento que interpela lo naturalizado, al punto de comprometer
la propia subjetividad; y también: práctica reflexiva y crítica… construcción
crítica de un proceso de indagación y de investigación, empeño en el que
históricamente se ha dado un gesto común que es el de la problematización, del
cuestionamiento, de la indagación, forma de conocimiento que pone el acento en
la pregunta más que en la respuesta. Digamos nosotros, mejor, que la reflexión
filosófica incluye esencialmente la búsqueda, el inquirir cuidadoso y metódico,
pero ejercido sobre el ser de lo real y con la aspiración de descubrir su
fundamento, para que la inquietud se calme y la inteligencia repose gozosa y
fruitivamente en él. Lo que se busca es la sabiduría, entendida –ya lo señalaba
Aristóteles– como la totalidad del saber, en la medida de lo posible, pero sin
tener la ciencia de cada objeto en particular, lo cual corresponde a las
ciencias particulares. El nombre mismo filosofía lo está indicando: es el amor
de la sabiduría. Esto es lo que no aparece en el currículo bonaerense, porque
la metafísica queda absorbida en una teoría crítica del conocimiento; lo que
luego interesa, a juzgar por la descripción que se hace de los módulos, es el
arte, la ética, la política y la historia. Otra opción notable es el
desconocimiento de la reflexión filosófica de los cristianos; como si entre
Aristóteles y Kant nada se hubiera aportado se silencia que existieron Agustín
y Tomás de Aquino –por mencionar sólo las cumbres– y que en el siglo XX hubo
asimismo pensadores cristianos de fuste, dignísimos de ser tenidos en cuenta.
Debe ser una manifestación más del escrúpulo laicista. Alerto sobre esta
orientación parcializada porque habrá que hacer un donoso escrutinio de
programas y textos. En este área del currículo se plantea de un modo
rigurosamente reflexivo la cuestión de la verdad. El deseo universal de saber
tiene un objeto que es la verdad, el discernimiento entre lo que es verdadero y
lo que es falso, un juicio objetivo sobre la realidad de las cosas. En el orden
práctico –porque la ética es una disciplina filosófica– la búsqueda de la
verdad se pone en relación con el bien que hay que realizar, y sobre todo se
orienta hacia el conocer la verdad del propio fin y consiguientemente el
sentido de la existencia. El itinerario así esbozado puede resultar apasionante
para los adolescentes, ya que en él se descubren los diversos modelos de vida;
interrogarse sobre las propuestas tan seductoras como superficiales que
circulan en lo que suele llamarse “cultura joven” será un ejercicio saludable
de la inteligencia, con repercusiones afectivas y posibles opciones de
auténtica libertad. La verdad llama al amor, a la elección de un camino de vida.
En la escuela católica los planteamientos filosóficos ofrecen la oportunidad de
que los alumnos descubran y experimenten la dimensión trascendente y religiosa
de la razón. Es éste un tema que aparece regularmente en el magisterio de
Benedicto XVI, en continuidad con la enseñanza del beato Juan Pablo II: abrir a
la razón el camino hacia el misterio, pues existe una relación profunda y
armoniosa, comprobada históricamente, entre la revelación cristiana y la
filosofía. Entender para creer y creer para entender son términos correlativos.
La fe pide ser pensada, reclama una inteligencia de la fe que se logra mediante
la ayuda de la razón, y por otra parte la razón, en la culminación de su
búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta (Fides et Ratio,
2) y resulta iluminada y potenciada en su ejercicio por esa información
suprarracional. Considero que se podrían esperar resultados sorprendentes y
fecundos si el curso de filosofía, en ese último año del secundario,
tristemente abreviado de hecho por el viaje y las fiestas de egresados, se
convirtiera en un foro del saber que lograra suscitar el vivo interés y la
activa participación de los alumnos. Que algo de ese ideal pueda alcanzarse
depende del ingenio y el arrojo de los maestros.
Una pedagogía de la palabra
Es frecuente la quejosa crítica acerca de la capacidad de leer y
escribir de los adolescentes de hoy; las deficiencias las conocen de cerca y
las sufren maestros y profesores. Se comprueba que niños que han completado la
escolaridad primaria y muchachos y chicas que concluyeron el ciclo secundario
enfrentan obstáculos insalvables a la hora de comprender un texto que se les
proponga, adecuado a la capacidad que normalmente debían haber alcanzado en uno
u otro nivel. Lo mismo, y aun agravado, puede decirse del ejercicio literario
de redacción. También se ha señalado reiteradamente el terrible empobrecimiento
del lenguaje de los jóvenes, de sus tropiezos en el habla y de su reducida
facultad de expresión verbal. No desciendo a una comparación –que podría resultar
injusta y odiosa– entre la escuela estatal y la de gestión privada; al parecer
se trata de un mal bastante común, que se registra también más allá de nuestras
fronteras. Una investigación reciente de la Asociación Internacional para la
Evaluación del Rendimiento Escolar (IEA), da cuenta del retroceso de la
capacidad de lectura de los niños italianos en los últimos diez años. Se
barajan en este caso diversas hipótesis para interpretar los datos: los
problemas de comprensión que enfrentan los nativos digitales, más sensibles a
textos muy distintos que los literarios, habituados como están al lenguaje
televisivo, al de internet y de los juegos de rol; una igualación hacia abajo
de las habilidades, que aflige especialmente a la escuela media; la correlación
entre la competencia de los niños y el número de libros que tienen en la casa,
es decir la influencia decisiva del medio cultural en que viven. A este
propósito se apunta que los lectores italianos son el 45, 3 % mientras que los
franceses llegan al 70 y los alemanes al 82. Los escritores señalan la
responsabilidad de los adultos, la chatura y el descuido de su lenguaje. No
conozco si se ha hecho una medición semejante en la Argentina, si ha entrado en
la clasificación Piris de aquella Asociación; de cualquier manera, el abordaje
de los desarrollos curriculares del área lingüística tiene que hacerse cargo de
dificultades y carencias que no podemos ocultar. Estos problemas merecen una
detenida reflexión, que no puede obviarse recurriendo a una solución cuasi mágica
por apelación a las nuevas tecnologías y a los lenguajes que ellas facilitan y
difunden. En mi intervención en el 48 Curso de Rectores (Córdoba, 2011) hice
referencia a las discusiones que sobre este asunto se traban entre expertos de
varias disciplinas. Ahora me limito a evocar recursos clásicos que se podrían
retomar creativamente en orden a instrumentar y poner en acto una pedagogía de
la palabra. Ante todo quiero recordar que el hablar es un arte y que se yergue
sobre fundamentos: algunos son comunes a todas las lenguas, otros a cada
familia idiomática, y cada lengua tiene los propios. Existe un nexo íntimo
entre el lenguaje y el pensamiento, entre la gramática y la lógica. La
gramática tiene por objeto las modalidades de articulación lingüística del
pensamiento; a través del estudio de la lengua se desarrollan las facultades
lógicas, por eso tal estudio es funcional a la adquisición de un pensar
riguroso y de una plena madurez intelectual. La retórica, por su parte, es el
arte de bien decir, de hablar con galanura, pero también de otorgar al lenguaje
la eficacia de persuadir y conmover; sólo se desacredita y resulta despreciable
si se emplea para decir vacuidades o para enredar sofísticamente y sin
referencia a contenidos verdaderos y oportunos. Recursos clásicos, decía; no
sólo porque tienen raíces históricas antiquísimas, sino porque de su eficacia
comprobada supo también valerse ampliamente la escuela argentina. La lectura en
voz alta, sufrido pero benéfico ejercicio de nuestra infancia, que recientemente
ha sido otra vez sugerido como un instrumento útil de aprendizaje. La
declamación, tanto en el aula cuanto en actos públicos, de poesías o fragmentos
de prosa bien elegidos y de autores de todas las épocas. La lectura animada de
diálogos, mejor si compuestos por los mismos alumnos bajo la guía del docente.
La representación teatral, tan apreciada por la Ratio de la Compañía
antes mencionada; puede recrearse como ejercitación escolar que aúne el valor
didáctico al contenido ameno, instructivo o espiritual y como apertura de la
escuela a su contexto cultural y social. Concluyo esta propuesta acerca de la
pedagogía de la palabra con una consideración políticamente incorrecta, al
menos aquí en nuestro lejano sur; antepongo esta cautela teniendo en cuenta que
en Europa y Estados Unidos se discute e investiga con objetividad sobre el
tema, sin prejuicios ideológicos. Me refiero al aporte que puede brindar el
estudio del latín al conocimiento y mejor uso de las lenguas romances (y aun de
las que no lo son). Es un fenómeno que se puede constatar en varios países: un
conjunto de iniciativas académicas y de difusión relanza aquella lengua
aparentemente muerta. En un congreso internacional –tras días de debate– sobre La
enseñanza del latín y del griego antiguo en Italia y en el mundo se acaba
de mostrar la necesidad de superar no sólo aquella contraposición vigente desde
hace más de medio siglo entre cultura humanística y cultura científica, que
carece de sentido en la era digital. Se afirmaba también que ya es hora de
abandonar cierto sentimiento de inferioridad de las humanidades respecto a la
ciencia y la técnica. Participaron expertos italianos de renombre mundial, como
Dario Antiseri, Giulio Giorello, Luciano Canfora y Ugo Cardinale. Este último
ha recordado que el latín, como también el griego, enseñan a hablar de la
lengua, y no sólo en la lengua; favorece el rigor, la investigación lingüística
y semántica, la coherencia lógica y la capacidad de captar interconexiones.
Afirma que el que aprende latín está en mejor posición para resolver problemas
con mayor seguridad y desarrollar un pensamiento complejo que se sobrepone al
balbuceo fragmentario y a la comunicación interrumpida. En la reciente reforma
educativa italiana se redujo algo la carga horaria del latín en los programas
escolares, excepto en los del liceo clásico, pero se modernizó profundamente la
didáctica: las reglas de la gramática aparecen encarnadas en ejemplos tomados
de la crónica diaria o el deporte; se acentúan los aspectos culturales y lexicales;
se confronta constantemente el latín con el italiano moderno y las otras
lenguas. Estas iniciativas están dando, al parecer, muy buenos frutos y la
renovación ha sido acompañada de un éxito editorial. Además el interés por el
latín se extiende en Estados Unidos, Alemania, Japón y China; hay transmisiones
en latín de la radio finlandesa y los chats en latín se multiplican en la web.
Por lo menos a nosotros, a la escuela católica, todo esto tendría que hacernos
pensar. Mi exposición se detiene aquí, pero habría que revisar una por una
todas las áreas del currículo. Podemos privilegiar algunas y reconocerles una
especial urgencia de verificación respecto de la finalidad de la educación
católica, por ejemplo la historia, la biología y las ciencias naturales, pero
en realidad ninguna de ellas debe ser desconsiderada. Corresponde que lo
hagamos con libertad, inteligencia y amor; el fruto de esa tarea será ver
reflejado en el currículo el esplendor de la verdad, signo de la solicitud por
sus hijos de la Iglesia, Madre y Maestra de todos.