La vida es un tesoro que expresa
el amor inmenso que Dios nos tiene. Sin él ella pierde sentido, pierde valor,
pierde su esencia. La vida es una experiencia de Dios en nosotros y por ello,
damos el mejor sentido a la misma. Dicha experiencia va acompañada de un
existir libre, inteligente y amoroso.
Libre porque a pesar de nuestros
tropiezos engaños y errores que nos alejan de Él, nunca llega a reclamar, a
pisotear, a reprochar; es más, muchas veces se compadece de nuestra debilidad y
con mucha misericordia nos perdona y nos alienta para que no volvamos a repetir
ese desatino que nos alejó de su presencia.
En un acto de inteligencia somos
capaces de aceptar las evidencias que nos muestran la presencia de Dios en las
personas-mamá, papá, hermanos, amigos, tantos que nos muestran que existe a
pesar de que ahora muchos lo nieguen. Inteligencia para reconocerlo en una Hostia
y en un Vino, Cuerpo y Sangre de Cristo quien se enfrentó al mal, para
redimirnos y se quedó como alimento para el cuerpo y el alma; ese reconocimiento
es tan fuerte que se entra en comunión y se recibe como comunión.
El amor supremo da lugar a la
entrega de la vida por el otro, a ser capaces de un sacrificio para que todos
se salven. Un amor semejante se tiene cuando se hacen, se dicen, se actúan
condiciones que llevan a mostrar, dentro de la sencillez, que amamos a quienes
nos rodean, que amamos a quienes hacen parte de nuestro entorno, de nuestra
familia, de nuestros amigos. Amor expresado en un compartir, jugar, reír,
cantar, correr y en un momento determinado de la historia, llorar, porque
llorando también se ama. Llorar porque te necesito, porque te quiero cerca,
porque llorar es así.
Había llorado por ese amor
supremo, por esa necesidad de cercanía, había llorado mucho rato, y muchos sonreíamos.
Un niño llorando así, muestra su ternura, muestra su inocencia y nos acerca a
la realidad del querer. Con Él habíamos jugado a las cosquillas, a la riza
desde el fondo como muestra de alegría y entusiasmo y con esa experiencia,
luego cobramos ese llanto de la misma manera. Fueron cosquillas que lo hacían
carcajearse también por mucho rato.
Nos unimos a Cristo en el dolor,
que se sufre cuando se redime, y lo acompañamos, cuando haciendo parte de ese
dolor, lo donamos en la forma expresiva de la redención. Así son los Santos.
Ahora, hay uno más, un Ángel, que parte para el cielo a mirar desde lo alto y a
cuidar desde la presencia Divina, que todos amemos a Dios. Así las cosas yo
también tengo que llorar, pero no lloro de tristeza o melancolía porque se fue,
porque partió, porque no está, al contrario, lloro de alegría, porque está
disfrutando la alegría de la presencia Divina, está contemplando su rostro,
está viviendo la paz del Señor. Que Dios nos bendiga. Adiós Helmer Ricardo.
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