martes, 15 de octubre de 2013

YO TAMBIÉN TENGO QUE LLORAR

La vida es un tesoro que expresa el amor inmenso que Dios nos tiene. Sin él ella pierde sentido, pierde valor, pierde su esencia. La vida es una experiencia de Dios en nosotros y por ello, damos el mejor sentido a la misma. Dicha experiencia va acompañada de un existir libre, inteligente y amoroso.
Libre porque a pesar de nuestros tropiezos engaños y errores que nos alejan de Él, nunca llega a reclamar, a pisotear, a reprochar; es más, muchas veces se compadece de nuestra debilidad y con mucha misericordia nos perdona y nos alienta para que no volvamos a repetir ese desatino que nos alejó de su presencia.
En un acto de inteligencia somos capaces de aceptar las evidencias que nos muestran la presencia de Dios en las personas-mamá, papá, hermanos, amigos, tantos que nos muestran que existe a pesar de que ahora muchos lo nieguen. Inteligencia para reconocerlo en una Hostia y en un Vino, Cuerpo y Sangre de Cristo quien se enfrentó al mal, para redimirnos y se quedó como alimento para el cuerpo y el alma; ese reconocimiento es tan fuerte que se entra en comunión y se recibe como comunión.
El amor supremo da lugar a la entrega de la vida por el otro, a ser capaces de un sacrificio para que todos se salven. Un amor semejante se tiene cuando se hacen, se dicen, se actúan condiciones que llevan a mostrar, dentro de la sencillez, que amamos a quienes nos rodean, que amamos a quienes hacen parte de nuestro entorno, de nuestra familia, de nuestros amigos. Amor expresado en un compartir, jugar, reír, cantar, correr y en un momento determinado de la historia, llorar, porque llorando también se ama. Llorar porque te necesito, porque te quiero cerca, porque llorar es así.
Había llorado por ese amor supremo, por esa necesidad de cercanía, había llorado mucho rato, y muchos sonreíamos. Un niño llorando así, muestra su ternura, muestra su inocencia y nos acerca a la realidad del querer. Con Él habíamos jugado a las cosquillas, a la riza desde el fondo como muestra de alegría y entusiasmo y con esa experiencia, luego cobramos ese llanto de la misma manera. Fueron cosquillas que lo hacían carcajearse también por mucho rato.
Nos unimos a Cristo en el dolor, que se sufre cuando se redime, y lo acompañamos, cuando haciendo parte de ese dolor, lo donamos en la forma expresiva de la redención. Así son los Santos. Ahora, hay uno más, un Ángel, que parte para el cielo a mirar desde lo alto y a cuidar desde la presencia Divina, que todos amemos a Dios. Así las cosas yo también tengo que llorar, pero no lloro de tristeza o melancolía porque se fue, porque partió, porque no está, al contrario, lloro de alegría, porque está disfrutando la alegría de la presencia Divina, está contemplando su rostro, está viviendo la paz del Señor. Que Dios nos bendiga. Adiós  Helmer Ricardo.











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